1 mayo, 2024
XJF115844 John Keats (1795-1821) (engraving) (b/w photo) by English School, (19th century); Private Collection; English, out of copyright

Nuestra teoría de la elaboración y el cultivo voluntarios de pasiones inducidas para crear artificialmente unos fermentos indispensables a la creación poética y al pensamiento filosófico –ya expuesta en otros lugares- parece asemejarse tangencialmente a la teoría del “poeta-camaleón” de John Keats.

Pero, éste, tan desdichado en salud, amores, la vida en general, llevó una existencia en un tiempo donde el dolor concreto, físico, material, era más que suficiente para que después su mente y espíritu funcionaran de consuno como las mutaciones necesarias de un “camaleón poético” que podía camuflarse de tal o cual sentimiento, de ésta o de aquella pasión, según conviniera a su elaboración poética.

Pero repetimos: porque Keats ya tenía “pathos”, dolor corporal y vital, incluso social, y hasta profesional (era cirujano) suficientes, como para no necesitar procesarlos artificialmente en su cuerpo y psique.

Pero desde que la «invasión farmacológica» indujo a reducir no sólo el dolor, sino a hacernos a millones de nosotros –mediante toda serie de analgésicos y antibióticos- absolutamente refractarios ante la menor aparición de un dolor, diríamos que el dolor como pena, como “pathos”, aún como pecado, se absolutizó; pero diluyéndose de paso en cierto limbo teológico.

Finalmente cuando el dolor intentó ser reubicado mediante la así llamado “filosofía de la existencia” como “angustia”, el daño o salto ya estaba hecho.

Quedándole al filósofo “existencial” -en repetición con el teólogo-, nada más que ejemplos puros y ya meramente limbales. pertenecientes a un pasado remoto. Posiblemente puros por ser remotos.

Así Heidegger con su Hölderlin y de igual modo los teólogos con sus santos y ascetas remotos en la noche de los tiempos perdidos en los desiertos y con su cilicio y su alimentación de raíces amargas.

Por ello fue -¿y es?- que el artista activo desde la revolución industrial -y ello con sus diferentes troqueles- tuvo que fabricarse su propio laboratorio de sensaciones artificiales, incluso mimarlas ya como esporas y parásitos surgidos de las mismas, e imprescindibles para sus operaciones poéticas y filosóficas.

Claro está que no nos referimos al socorrido y manoseado tema de los estimulantes, en especial las drogas, sino lisa y llanamente a los estímulos mentales; a los invernaderos que cultivan las flores del mal de las sensaciones morbosas –los celos, las envidias, los rencores y todos los productos del lado oscuro del alma.

Pero como la sociedad ya drásticamente urbana y anónima y multitudinaria era incapaz ya de quintaesenciar un typo o una pasión -como eran quintaesencias un Otelo o un Yago, un Quijote, un Sancho y un Don Juan, incluso-, el poeta –en cuanto “Dichter”- se dio a la tarea de abonar el terreno de su propio espíritu y mente, para -sobre el campo roturado de su cuerpo- cultivar los hongos y los fermentos artificiales y así acuñar a sus personajes y su respectiva interioridad.

Porque tales operaciones fueron y se tornaron crecientemente imprescindibles en cuanto se descubriera la «interioridad». Antes… Antes se tenía la propia vida que era vida peligrosa sin más y el eje anagógico.

Por un lado –tomemos a Cervantes como ejemplo-: la batalla de Lepanto, el cautiverio en Argel, los intentos de fuga, etc. Y por el otro, el typo que mediante repetición anagógica crea al Quijote; a lo sumo con sus variantes.

Pero a partir de la reducción de la vida cotidiana en las celdillas y panales de la distribución interior urbana de la modernidad, el hombre y la mujer se tropiezan o caen en la interioridad.

Interioridad que además pueden “gozar” escasas personas, que en el proceso de drástica división burguesa entre propietarios y proletarios, se quedan un tanto al margen como «bohèmien», «outsider», excéntrico y casi «hors-la-loi»; es decir como “artista” en el sentido allí acuñado -y que ya casi paródicamente llega arrastrándose hasta el día de hoy.

Ese artista, ese hombre y mujer, fuera de la cadena de producción de bienes industriales, es primero el paria y luego el anacoreta de un culto particular que podría denominarse aquí como culto de la interioridad full-time.

Pasados los padecimientos y urgencias corporales de la primera generación bohemia (tan bien captada por la novela de Mürger que diera lugar a la ópera de Puccini), y que finalizara llegando a su autoconciencia con la figura de Baudelaire, aparece el artista bifronte, mitad asceta y mitad rentista: Flaubert, Turguéniev, los Goncourt. Y al final -haciendo pendant con el Baudelaire en la generación anterior-, la autoconciencia de Henry James.

James -a diferencia de su contemporáneo Conrad-, tuvo una vida descolorida y monocorde en cuanto a acontecimientos externos. Incluso es posible que la propia guerra civil de su país natal fuera evitada por el dichoso accidente que en parte se auto-inventara para eludir el frente. Cosa que no hicieron dos de sus hermanos y que murieran a consecuencia de las heridas sufridas en el campo de batalla.

Pero salvo ese enfrentamiento temprano y lateral con el «vivir peligrosamente», James se paseó por cenas y saraos, convites y parties, y en viajes con acolchadas posadas y cómodos paradores desde donde tener a la naturaleza ya convertida en paisaje y hasta en postal.

Es sabido también -y sus Note-Books son cristalinos al respecto- cómo los argumentos de sus relatos -o los esbozos de tales- le eran ofrecidos –literalmente en bandeja- a James en las comidas y en las sobremesas de la sobrecargada agenda de tertulias a las que era asiduo concurrente.

Sin ir más lejos la propia “Otra vuelta de tuerca”; cuya atmósfera originaria intenta ser revivida en el propio relato en su exacto comienzo.

Pero esas anécdotas fantásticas o realistas, esos «gossips» de la hora del café, licores y cigarros en alfombradas salas de lectura, eran apenas unos cascarones vacíos, unos fósiles, -estrictamente hablando- de sensaciones y de “pathos” auténticos.

¿Cómo revivir mediante algún tipo de shock esos «débris» y hacer que bajo el cascarón nuevamente cerrado empolle la criatura en gestación?

Por Ángel Faretta

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